Recuerdo con mucho cariño las veces que mi padre, siendo yo pequeñita, me llevaba con él al mar a pescar… Íbamos muy bien preparados. Él con su caña, su cubito lleno de cebos, plomos, anzuelos, hilo y su red para coger gambitas. Me acuerdo que llevaba siempre una gorra y las fabulosas «cangrejeras» en los pies. Calzado top en los veranos de mi vida!
Yo llevaba mis manguitos o el flotador de turno.
Bajábamos a la playa, de rocas, y nos íbamos acomodando en algunas piedras metidas en el mar dónde él buscaba el mejor lugar para lanzar su caña y donde yo siempre me situaba a su alrededor flotando, nadando y los dos en calma…
Si cierro los ojos, puedo sentir todo aún: el olor a salitre, el sol de la tarde, el sonido del mar calmo, el sabor a sal, la sensación de flotar y nadar a su lado agarrada a sus piernas, el silencio cómodo y cómplice.
Éste es uno de los recuerdos más valiosos que atesoro de mi infancia y de mi padre, Paco.

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