¿Qué representas para mí?, me preguntan. Y yo, malabarista de las palabras como me gusta sentirme, resulta que ahora apenas puedo manejarlas sin que tiemble el pulso, porque… ¿Cómo describir mis sentimientos hacia ti, a quienes no te han conocido? ¿Cómo hacerles partícipes de mi duelo, cuando aún sigues viva ‒puesto que respiras, caminas, y te alimentas, casi, por ti misma?
Sin embargo, ya no estás conmigo. Hace tiempo que iniciaste un viaje sin retorno hacia el reino de la confusión y del absurdo donde, siendo yo tu hija, me llamas madre, y donde dices que papá está trabajando, pero hay un viejo durmiendo en tu cama.
Ya no me pides que te lea mis cuentos. (Siempre me los reclamabas, y los halagabas con orgullo, como si merecieran el Nobel: “Tú no dejes de escribir, hija, que vales mucho”). Tampoco leerás estas palabras, o quizá sí, pero, tras la fugaz emoción de sentirte protagonista, al minuto las habrás olvidado.